Saliendo por orejas: Me encanta el olor a Betadine por las mañanas.

La cantidad de cosas que podría haber hecho en la vida. La cantidad de tiempo del que hubiese dispuesto si las motos, las de campo especialmente, no se hubiesen cruzado en mi vida. Si me hubiese gustado el futbol, si me hubiese gustado cualquier deporte de masas de los que se disfruta desde el sofá, todo hubiese sido mucho más fácil. Y no solo eso, probablemente mi cuenta bancaria estaría mucho más saneada a final de mes.

Sin dedicar tanto tiempo y tanto esfuerzo a las motos, hubiese podido participar en discusiones de bar sobre el futbol, es más, no solo participar, sino que incluso puede que me hubiese interesado por ello, y  hubiese podido ser uno más de los viven por y para el deporte de masas. Hubiese podido tener una opinión sobre el futbol. Y hubiese podido contestar a mis vecinos o familiares con algo más que una media sonrisa y esa cara de “claro, claro… tienes razón” cuando me comentan los últimos resultados de su equipo favorito. Cuando me hablan de futbol contesto como si me interesase aunque no tenga mucha idea de lo que me hablan, y comento con suavidad y cariño que no sigo prácticamente nada de los deportes habituales. Y entonces me miran un poco raro. Y menos mal que me abstengo de comentar que me preocupa mucho mas como se lo va a montar Cervantes para ganar con una 2T a las 4T con esa impresentable ventaja del doble casi de cilindrada que les dan a las 4T, que quien va a entrenar al equipo de futbol X, o que me preocupa mucho mas que va a ser de Barragán el año próximo, ahora que se están negociando todo lo gordo en los equipos del mundial que la última novia de la estrella de futbol del equipo oficial del estado. Si comentase ese tipo de cosas me tomarían por un tarado (que lo soy), por un snob (que no sé ni lo que significa) y pasarían de mi (que creo que es lo más apropiado ante un friki como yo).

Y mi vida podía haber sido mucho más fácil. Recuerdo los domingos de hace unos cuantos años. Me levantaba a una hora decente y con los colegas me iba a algún lugar más o menos cercano a jugar una pachanga de baloncesto. Un partidito de una hora y luego a tomar cañas y a echarse unas risas. O cuando jugaba al futbol en un equipo de mi pueblo. Veintidós tíos en un campo, podías estar la mitad del partido pensando en otra cosa sin ver el balón en media hora. Era tranquilo. Era socialmente aceptable. Era guay. Sin embargo, un día, inocente de mí, decidí volver a montar en moto de campo. Y me compre una moto un poco antigua con lo poco que tenia ahorrado. Y toda mi vida se volvió difícil y dolorosa.

En lugar de mi tranquilo partido de baloncesto, o de futbol, me levantaba de madrugada en un pisito de 30 metros cuadrados de alquiler en el centro de Madrid, me vestía con la poca ropa de moto que había podido conseguir con lo que me sobró de la moto, que además no conjuntaba ni a tiros, y salía a la calle el domingo a las 6 de la mañana. Sacaba la vieja KTM de un garaje comunitario dos calles más arriba, y me iba de viaje. Porque lo mío en el enduro eran viajes, a los que sumaba una pequeña excursión. Sin remolque, sin amigos moteros, la única opción era ir por carretera donde hubiese posibilidad de montar en moto. Así que pegaba algún cojín viejo que pudiese haber encontrado con cinta americana al asiento de la moto para la palizita por carretera y a echar kilómetros como un gilipollas. Un gilipollas ilusionado, eso sí. Que ilusión tenía un huevo. Las vibraciones con la kilometrada de carretera hacían que se me durmiese el culo, la espalda y prácticamente todo el cuerpo. Bendito cojín. Y bendito ridículo que hacía por la calle. Y allá que me iba, desde al lado de la estación de atocha cruzando el centro de Madrid a cualquier lugar que no conocía de nada donde hubiese alguien dispuesto a montar en moto conmigo.

Internet fue la salvación de mi vida motera. La salvación de la vida motera de una alicantino recién llegado a la capital que no conocía ni a Dios que montase en moto. Y así conocí a un tal Fpaco y me fui a Soto del Real montado en la enduro por carretera a montar en moto. Y conocí a un tal Yeti, y me fui hasta casi Ávila a montar en moto, y conocí a un tipo raro llamado Tirachinas que cada vez que quedábamos estaba más tiempo armando y desarmando su gas gas que montando en moto… Y conocí a uno que era el más raro de todos, un tal Mafaldo, que aunque muchos no lo sepáis, es ya una leyenda en el mundo de la moto, este mundo de locos del que decidió bajarse.

Cada vez que conseguía conocer a alguien por internet para montar en moto el proceso era el mismo. Buscar el lugar que me indicaban en un mapa, buscar carreteras para llegar allí montado en la moto de enduro, y prepararme psicológicamente para el sufrimiento y la humillación. Así que allí iba yo, con mi mapa y mi cojín pegado al asiento con cinta americana, a esos sitios que a mí no me sonaban de nada: Las Navas del Marqués, El tiemblo, Bustarviejo, Torrelaguna, Peguerinos, La Cabrera… Y aprendí a pisar sitios en la montaña que para mi desgracia tenían nombre propio: El martirio, el cartero, la del europeo, el malo el bueno y la madre que los pario… Y sobre todo, aprendí tres cosas importantes: Que las trialeras que tienen nombre son un mal sitio donde vivir. Segundo, que al novato hay que putearlo para que aprenda. Que sufriendo se aprende… si sobrevives. Y tercero, que yo era el novato.

En las rutas las pasaba canutas. Era todo una mezcla de miedo, sufrimiento, humillación y lágrimas. Me hacían subir por sitios que yo no entendía que motivo podía haber para subir por ellos. Me hacían bajar por sitios por los que había que asomarse. Y me decían los muy cabrones que eso era el autentico enduro. Y yo no hacía más que sufrir como un esclavo egipcio. Pero sufrir de verdad. Y cuando la paliza de empujar la moto por esas montañas raras llenas de piedras terminaba, ellos, todos esos cabrones a los que ahora llamo amigos sin saber el motivo, montaban las motos en los remolques y con el aire acondicionado para casa. Y el tipo raro de Alicante, el novato, cogía por carretera, sin el cojín que había abandonado en cualquier contenedor antes de empezar la ruta, aguantando los calambres en las piernas, aguantando el dolor de espalda, kilómetros y kilómetros por carretera haciendo paradas cada diez minutos para desentumecer el cuerpo y para mirar si estaba sangrando demasiado por los codos y las rodillas. Con el tiempo descubrí las rodilleras y las coderas. Pero eso fue con el tiempo. Yo solo era el novato.

Cuando conseguía llegar a casa, sintiéndome absolutamente miserable y derrotado, a eso de las 4 de la tarde, solo me quedaba la satisfacción de haber cumplido una pequeña parte de mis sueños. A cambio, tenía por delante una tarde de calambres brutales, de betadine a chorros para curar los múltiples raspones que llevaba de las múltiples caídas en aquellos senderos llenos de piedras de la sierra de Madrid… y toda una tarde de preguntas sobre porque me había metido en semejante lio.

No soy muy listo, pero con el tiempo fui aprendiendo. Una vez en un tugurio del barrio de Alicante vi una foto que decía “como mas sufro mas aprendo”. El contenido de la foto no viene a cuento. Yo aprendí un huevo, a base de casi perder el otro. Con el tiempo me compre unas coderas. Y fui feliz la primera vez que llegue a casa sin sangrar por los codos. Muy feliz. Y con el tiempo tuve rodilleras, y peto, y las caídas fueron cada vez doliendo menos. Y con el tiempo, las trialeras que tenían nombre cada vez fueron siendo un poco más asequibles para mi triste nivel de endurero novato (es decir que solo me ponía a llorar una vez por trialera, y no diez o doce). Y con el tiempo, un amiguete de esos cabrones que me hacían sufrir, me dijo que podía dejar la moto en su casa, para salir montados desde allí, y deje de pegarme palizas de carretera montado en una 2T de enduro a 60 Km/H. Y deje de buscar cojines en los contenedores. Y con el tiempo otro amigo cabrón me dijo de apuntarnos a una carrera. El maldito veneno definitivo. Las carreras. Y después de esa carrera vinieron muchas más, hasta que un día me encontré cumpliendo el sueño de toda mi infancia detrás de una parrilla de una carrera de motocross. Una parrilla con otros treinta y nueve tíos, en los que estábamos yo, mi moto, y todos los momentos de sufrimiento y felicidad pasados encima de una moto de campo.

Mi vida hubiese sido mucho más fácil si hubiese tenido más cabeza. Si hubiese seguido jugando mis pachanguitas de baloncesto con mis amigos y jugando un partidito de tenis de vez en cuando por los buenos tiempos, sin madrugar demasiado y sufriendo poco. Sin embargo mi vida se complicó. Me gustaban las motos. Me gustaban las motos más que respirar. Y he sangrado y he vomitado en lugares preciosos de algunas de las montañas más bonitas que se puedan conocer. Y he tenido calambres en el estomago de puro miedo mientras empujaba la moto hacia la parrilla de cualquier carrera de motocross. Y me he levantado a horas indecentes, horas en las que el único motivo de estar despierto es estar en un bar con la esperanza de que alguna despistada se apiade de uno, para correr una carrera perdida en cualquier lugar. Y he pasado horas tratando de convencer a mis propios testículos de que ese doble se podía saltar. Y he pasado horas dándole vueltas a la cabeza buscando como conseguir bajar unos segundos en una crono. Y he vivido momentos encima de una moto de los que luego mola contar en el bar, pero que en el momento en que pasan te hacen envejecer diez años de golpe. Me he quedado corto en más de un doble. Me he caído por algún barranco. He visitado algunos hospitales. Y siempre nos reímos un huevo cuando lo recordamos… pero el miedo que he pasado no lo sabe ni Dios.

Así que cuando me dicen que lo de la moto de montaña está muy mal, y me dicen que me pueden multar, y me dicen lo mucho que nos están persiguiendo ahora mismo… siempre termino por recordar todo lo que me ha tocado sufrir para llegar hasta aquí, todo lo que he hecho para poder montar en moto. Recuerdo los kilómetros, las palizas, el dolor, el olor a betadine por las mañanas… Y sé que al final, lo que me bajara de la moto no será un grupo de ecologistas de salón, ni me bajara de la moto un seprona cumpliendo su deber de hacer cumplir una normativa disparatada.

Lo único que me bajara de la moto serán los años. Me bajare de la moto cuando ya no pueda más, o cuando pierda definitivamente la ilusión. Me bajare de la moto cuando quiera. No cuando un grupo de iluminados me lo diga. No van a poder conmigo. No porque sea un tipo muy duro. Que no lo soy. Soy más blando que espinete. Simplemente he dedicado demasiado sufrimiento a todo esto, he pasado demasiadas humillaciones para dejar de ser el novato, como para rendirme ahora.

Si hubiese seguido tranquilamente con mis partiditos de baloncesto, o si hubiese sido un buen fanático del futbol, mi vida hubiese sido mucho más fácil. Mi vida podía haber sido total y absolutamente aburrida. Pero me sigue encantando el olor a betadine por las mañanas. Huele a sufrimiento y humillación, pero también huele a victoria.

 

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